Elogio de lo sobrenatural
Haber creído alguna vez fue el error, el principio de la catástrofe. El error de los otros, el del resto (que no es excluyente), el de los cómplices de un dogma que restalla en su inconsistencia; haberse levantado por la madrugada, con la ilusión como una llama consumiéndose en la cera o en su piedra de acanto, que al hidalgo desprestigia, fue el error; haber soñado con la prefiguración intangible del anhelo y haber descendido como un paria, sin reconquistar la meta, acumulando cansancio para declararse vencedor: ese fue el error. (Haber escuchado sin escuchar. Mantenerse en pie y escupir dudas sin escudriñarlas. Tener miedo sin siquiera comprendernos. Aventurarse en la sangre, en su circulación nefasta.)
No es casualidad que los retazos que empollamos para bienestar de nuestro ego se disparen como perdigones hechizos de una pistola plástica. No es extraño que la gente se suicide y tenga hijos que abandona. No es difícil comprender a esos condenados; a quienes iluminan su camino invirtiendo el orden natural. No para mí, porque (debería habérselos anticipado) Dios me ha tentado. Y yo he sabido contrarrestar, con rampante hipocresía, proporcionada probablemente por mi educación, su designio: el virus que inocula a sus fieles, a la servidumbre que a mansalva teje su urdiembre.
A modo de ejemplo o resumen, apelando a mí pésima memoria, que es lo único que detentan algunos náufragos, idealistas indecentes, voy a ir (obviando toda linealidad dada por el tiempo) dictando la sobria resistencia de este cúmulo imperecedero, fuego fatuo o desliz, que me escupo en las trincheras del recuerdo.
1) Hace unas pocas semanas, luego de una borrachera digna de elogio, me dispuse a revisar, por la mañana, el candado de la reja de mi palacete. Para mí sorpresa, en ese horizonte plural y diáfano se encontraban, recortadas contra su propia ignorancia, tres siluetas algo indefinidas, vaporosas tras la buganvilla, presionando el timbre que, y que me caiga un rayo ahora mismo, gracias a dios no funciona. Eran dos pelmazos jóvenes, de actitud simiesca y algo ambigua, junto a una bruja pésimamente vestida que vendían, bajo la fachada (y al amparo de una revista burda, por lo penitente) de “Los testigos de Jehová”, a un Dios mediocre, castigador y (cómo son las cosas) redentor al mismo tiempo. El peor Dios que me podría haber encontrado en ese estado de confusión que proporciona el exceso de bebida el día después de la Creación. Intentaron traficarme, pero los anulé con rapidez. Hablé del sufrimiento del Buda Gautama, de ese príncipe que reniega de su principado, sentado frente a una higuera; les escupí algo de Lao-Tsé, de memoria y en verso, y después, mezclando a Gurdjieff con Cioran y a Cioran con Iggy Pop, me retiré campante a mis aposentos.
2) Como casi todos, me vi en la obligación de hacer la primera comunión. Era puro y casto, salvaje e incrédulo, pero había robado. Ya a esa tierna edad. Para probarme, probablemente. Para asumir una responsabilidad cierta.
En la ejecución formal de este acto que el catolicismo cifra como un voto, el de la primera comunión, hay un simulacro, acto solemne y desfachatado, que pretende desprender al creyente de sus pecados: es la primera confesión frente a un sacerdote. No frente a frente, se entiende. El halo de misterio es importantísimo en estos ritos.
Yo ahí tuve mi primera revelación, no confesé mi pecado. Le mentí al cura y supe, en ese sublime instante, que era un descreído, un púber llamado a rebelarse frente a Dios. Supe, de sopetón, un par de cosas más que no vienen al caso. Que me las callo por decoro, de puro intrigante, por puro gusto. (Podría decirse que me revelé, que anduve vagabundeando cobijado por mi propia decepción, que es extensiva, en el tiempo y la forma, ahora que tengo derecho a recordarla y que todo esto viene a mí como un cálido oleaje, como un ejercicio agónico, como una posibilidad de guardar silencio.)