Para una poética de la catástrofe

Me van a perdonar, pero lo que ocurrió la madrugada del sábado 27 de febrero fue lo mejor que podría habernos sucedido. Un movimiento telúrico, como tantos otros, que hunde no sólo casas y edificios mal construidos, además de carreteras concesionadas y barcazas, sino que, a instancias de la superchería y la mala intención de una horda de inadaptados, hunde la idea de país que nos hemos inventado para parecer aquello que no es más que una proyección de nuestros míseros anhelos, de nuestro subdesarrollo galopante, prístino de lo abominable, y de nuestro desprecio por lo ajeno, entendido como esfuerzo solidario. Qué nadie tire la primera piedra en el país donde todos comemos pedruscos y sucedáneos de huevillo. Qué nadie tire piedras en la reconstrucción del país porque, les digo de antemano, cabrones, nada es más fértil que una zona de catástrofe. Empujen para el pan, en las filas del recuerdo. Y eviten el mall, por primera vez en sus vidas. Y esto que voy a decir espero que suene como debería, como una maldición: ojala que llegara un tsunami y nos largara a correr por los valles centrales como el rebaño de desesperados que somos, medio empelota, medio cagándonos al del lado, (a su señora y a sus hijas) como en una comedia negra de equivocaciones. Así, este basural que es Valparaíso, quedaría limpio de una sin el consentimiento negligente del director de aseo y ornato del municipio. Y bueno, entre cuenta y cuento, tendríamos harto jurel y harto cadáver flotando por el plan, como antaño. (Si no, pregúntenle al negro Castro).

Para una poética 3 (trans)
No siento las pérdidas humanas
ni puedo hacerme cargo del dolor televisado de mis compatriotas, pero para no quedar de insensible, de maricón resentido, voy a contar lo que pasó en mi decadente palacio del XIX, en un promontorio del cerro Las delicias, para congratularme, para poder ejercitar mi mala memoria. Haber si con esto se ríen, o, sino, pueden con gusto venir a apedrearme. Lo último que recuerdo de la fatídica noche es que escribí estos versos que reproduzco íntegros, con cierta reticencia, antes de que me pusiera a mirar la repetición del festival de Viña: “Odio a mi madre, a su placenta/ traficada, odio porque sí/, como una concha a su rebaño.” No es un haiku, por cierto, ni una declaración. Es eso, y más.

Luego se vino La Noche, literalmente. Y una especie de aturdimiento provocado por una larga jornada de ocio sumada a un frasco de jarabe para la tos que, haciendo mella en mi organismo, debilitaba aún más mis debilitados sentidos. Así fue que me dormí para despertar con la agitación de las escaleras y del techo que, de manera frenética, danzaban al son de la grieta y su kilometraje, que en el fondo del mar, cerca de Cauquenes, redimía las culpas del pueblo Chileno. Bajé hasta el patio y ahí estaba congregada mi familia: máscaras petrificadas, soñolientas, a medio vestir. La antigua construcción había soportado el primer remezón. Se debatía en su vejez para cobijarnos, para disipar los temores fundados en el adobe y la madera carcomida de su sitial emplazado en un tiempo pretérito. La sorpresa, en todo caso, no era esa. Un poste del alumbrado público había caído en el frontis de la casona y el fuego no se había hecho esperar: llamas de unos dos metros avanzaban consumiendo el pastizal moribundo y algunos de los almendros que se resistían, en la perfecta oscuridad porteña que devoraba cada rincón, como el luto pasajero de las callejuelas, en su fragilidad estacionaria, ardiendo como en un elegíaco lamento, centrando nuestra atención. Los celulares, que generalmente no sirven para nada más que alimentar conversaciones vanas, no comunicaban: visceral paradoja de la modernidad.

Para una poética 4 (trans)
Por lo menos había agua, para regar las plantas y nuestras ilusiones. Ilusiones que se desmoronaban con el paso de los minutos y con la ausencia del cuerpo de bomberos. Algunos curiosos se comenzaron a acercar y ante mi magistral arenga comenzaron a ayudarnos. Con palas y baldes logramos contener parcialmente el incendio que en un momento parecía incontrolable. Luego llegó bomberos. Y las réplicas como estertores de un pulmón nauseabundo. Y la aparente calma, siempre interrumpida por los alaridos de la fanaticada, como natural imposición de un amanecer oscuro; tan oscuro como el alma de este pueblo acostumbrado a ver la paja en el ojo ajeno, a caricaturizarse, a través de los saqueos y los delirios militarizados de sus autoridades, con su propia desgracia.

Por Carlos Peirano

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