A propósito de la publicación del libro de Peirano
LITERATURA / CARTELERA
La obra que nos convoca -a nosotros los hipócritas lectores- es una Plaquette titulada La medida del desastre y es un adelanto de una obra mayor que a su vez se titula La unidad del fragmento, es decir estamos ante el fragmento de un fragmento. ¿Y de qué va esta medida del desastre en la unidad del fragmento? Para poder responder a esta pregunta me tendrán que permitir una digresión.
La primera digresión está relacionada con una sentencia que Peirano escribió en una conocida red social de Internet. La sentencia es la siguiente: “La poesía no salva a nadie”. Obviamente era una calculada provocación que no dejó indiferente a nadie y suscitó inmediatamente una serie de variopintas respuestas en la red, desde las más ofendidas hasta las más hilarantes, un poco a tono con la sentencia. Lo curioso es que nadie atendió a la doble provocación a la que, a mi juicio, remite la sentencia. Pues, por un lado, está claro que la sentencia remite a la expresión popular y callejera “no salva a nadie”, que significa sin más, que algo u alguien no sirve en absoluto para algo, siendo menospreciado y denostado. Sin embargo la sentencia no se detiene ahí, más bien continúa y profundiza otra laceración más profunda. En otras palabras, no sólo está el gesto provocador de menospreciar su propio quehacer, sino también es comprender literalmente, que en verdad, la poesía no es salvación, es decir, no es ningún espacio -por recóndito que sea- de expiación y redención, creencia esta última, muy difundida por las huestes poéticas de Chile.
En efecto, se ha propagado en la íntima creencia del quehacer artístico, que dado que Dios ha muerto y las religiones han desaparecido, que el arte en general y la poesía en particular, viene a suplir ese vacío que significa la ausencia de Dios, cumpliendo así un rol de inmanente teleología, donde en última instancia, el arte vendría a ser la manifestación oculta de nuestra ligazón con la realidad y con el mundo, por más confusa, extraviada y absurda que pudiera ser nuestra experiencia de estar en el mundo. Estaríamos aquí -en dicha creencia- en las antípodas de la astillada poética de Peirano. Pues la escisión -de ahí que sea desastrosa- entre lenguaje y realidad en Peirano no tiene solución, las palabras jamás responderán a ese principio mágico de invocar la conexión oculta de las cosas, y de invocar así, al principio rector del mundo. Al contrario, para Peirano el lenguaje es antes que nada -más allá inclusive del consenso social que es- un campo de batalla, donde precisamente, el enemigo mismo es el lenguaje. Ahí donde unos poetas ven una tregua, donde el lenguaje poético puede restañar y conciliar los opuestos, Peirano ve una guerra, donde se nos trata de doblegar y someter a los designios de la lengua. Pues sabemos, gracias a Barthes, que toda lengua es fascismo, pues es imposible sustraerse de ella, en tanto que no impide decir, sino más bien, obliga a decir.
Dado que la poesía es un campo de batalla, donde nuestras armas son nuestro propio enemigo -el lenguaje, cruel paradoja- no queda otra que hacerle guerra al lenguaje. No se trata aquí de una actividad intelectual de des-poetizar lo poético, ya que en Peirano cuenta la experiencia, en el sentido que no disocia su actitud poética con su actitud ante la vida, pero anterior a ella ya está la lengua. De hecho, las experiencias de Peirano, de las cuáles extrae el material para componer sus poemas, son precisamente, instancias fronterizas de lenguaje, privilegiando todas aquellas experiencias, en donde el lenguaje, pareciera a veces, atenuarse hasta convertirse. Las drogas, las alucinaciones, el insomnio, la muerte, la angustia extrema, son estados u ocasiones donde el sentido y el entenderse son permanentemente obliterados por lo excesivo de su desanclaje significativo.
Esta estrategia beligerante con la lengua se denota desde un inicio en la elección formal de su estilo, pues en principio no es lírica, ni relato, ni ensayo, ni locución. Es todo eso y nada de eso a la vez, es silencio escrito y absurdo a la vez, es lenguaje funcionario y funcional pero adjetivado de travestismo. Es lo que Huyssen llamaría la forma de una anti-forma, donde lo escrito se aparta de las leyes del género para convocar los extramuros de la poesía, la ficción y el argumento. También su fragmentariedad es intencional, puesto que no hay totalidad, todo escrito es siempre parcial, una hebra discontinua de una madeja por desentrañar.
Así, La medida del desastre es por un lado la voluntad de una acción -en el sentido de que hay que tomar una medida- en este caso en particular frente al desastre, que es todo lenguaje y por otro, es también, la acción de medir el despedazamiento del sentido.
Por Ramón Aldunate
El Cabañal, Valencia, 2012