Mi primera muerte

DEJAVÚ

Debe haber sido a mediados de los ochenta. Se respiraba la tensión en el ambiente. Las fuerzas especiales se habían apostado desde temprano en las principales avenidas. Salimos del liceo con los sentidos encendidos. Me sentía como debíamos sentirnos todos: una rara mezcla de delincuente y héroe. La busqué entre los manifestantes, pero no estaba. ¿Sería ella partidaria del enemigo? Me parecía imposible. La columna de estudiantes secundarios avanzaba sin prisa ni pausa. Previsiblemente, vino la estampida, la dispersión de uniformes, el juego del paco ladrón pero de verdad, sin funciones intercambiables, y ser pillado no era el toque sutil de la mano en la espalda o el tirón de la ropa, sino el golpe certero y paralizante, un dolor como nunca antes, el temor a que todo termine de repente, el miedo a la muerte.

Me vi arrastrado hasta el piso de una micro atiborrada de compañeros, los apellidos se oían como mensajes en una botella. Busqué los rostros de los demás, pero una bota golpeó mi cara contra la goma sucia del piso. Un par de bototos caminando sobre los cuerpos tendidos. Mi nariz comenzó a sangrar. Esos pacos eran pa’ la patá y el combo: insultaban, golpeaban, parece que no tenían licencia para matar. La sangre no estaba en sus planes. Me arrastraron hasta la puerta y me arrojaron como saco de papas contra la vereda. Pese a los machucones, respiré aliviado. Me sentía más vivo que nunca.

Al día siguiente, mi nombre junto al de otros circulaba entre los compañeros, el rumor de nuestra detención, nuestra tortura. Como no había ubicuidad telefónica, para mis amigos estuve muerto durante algunas horas. Resucité para los otros apenas entré en el viejo liceo. Lázaro de regreso entre los vivos, habrán pensado. Pero siempre estuve vivo, más vivo que nunca. Busqué el rostro de ella, busqué su tristeza previa, la alegría de verme sano y salvo. Y la encontré, pero ajena al jolgorio de los sobrevivientes, indiferente a la agitación de los estudiantes subversivos, el desprecio desfigurando la belleza de su rostro, el abismo sin fondo entre su vida y la mía. Ahí sentí el crujido de mi primera muerte.

Por Luis Riffo

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