El junior

MATE AMARGO

Al Mansillita, hombre con una voluntad de oro, le intimidaba hasta el placer la Filomena, feroz secretaria olorosita y de uñas largas, con aires de modelo de la tele que sabe de plantas y de cortinas. Le mortificaban, hasta el amor, sus tacos asesinos que le contorneaban unos tobillos finos, como de mentiras. Amaba hasta la desesperación el perfume que dejaba en los pasillos su pelo húmedo por las mañanas, como si fuera una muñeca hecha de frutas.

Pero, a pesar de todo, odiaba hasta el dolor su indiferencia tiránica y sin ojos, el sonido de su celular en la cartera, la coquetería descarada con el jefe, los chistes picantes entre sus colegas, sus llegadas tarde los miércoles en la mañana, después de amanecerse manoseando cabros en un martes femenino. Maldecía sus citas a ciegas en los “happy hours” y el pololeo que tenía por e-mail con un australiano calentón. La despreciaba con meticulosa sin razón, cuando con mirada a la nada, lo mandaba a comprar cigarros y a prepararle cafés descafeinados y con sacarina por favor.

Sin embargo el Mansillita, hombre con una voluntad de oro, jamás esperó que en la fiesta de fin de año se le acercara la Filomenita, la misma Filomena, y con un plato, servido con blanca servilleta, le sirviera a él un pedazo de torta, sin mirarlo y hablando de lo bonito que son las sandalias que salen en el catálogo esta temporada.

Nunca supo el Mansillita, hombre con una voluntad de oro, si la dulzura del pastel se debía a los manjares y las cremas o a los alborotados latidos de su corazón, que ahora lo sentía en la garganta mezclado con furiosos retorcijones de estómago. Entonces, cuando estuvo sólo con el silencio, bailó como un enorme pájaro, danzó con sus amigas escobas, mientras limpiaba la oficina y trapeaba el piso, después que todos se fueron a seguir la celebración a otra parte.

Desde entonces, el Mansillita, hombre con una voluntad de oro, le dice Filomenita con potencia y con acción, a la mujer que todos los días lo manda a comprar cigarros y a prepararle cafés amargos.

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Por Javier Milanca
Extraído del libro “Pichi Epew”

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