Todo lo que me negué a aprender en el colegio lo aprendí en los libros
LITERADURA
En “Esperando a Mister Bojangles”, una novela que se convirtió en best seller y aventó su historial de fracasos reiterados, el escritor francés Olivier Bourdeaut contrapone la euforia y la ausencia de dramatismo para describir la historia de una extravagante familia que con sus rituales díscolos intenta conjurar la fugacidad de la vida y el avance de una enfermedad mental que amenaza con desintegrar el mundo que construyeron.
Bourdeaut tiene 37 años y una vida de esas que rápidamente encandilan a los medios y los agentes literarios: una adolescencia de dificultades que lo impulsaron a la rebelión y un derrotero de oficios múltiples y de a ratos extravagantes -recolector de sal, agente inmobiliario, encargado de abrir canillas en un hospital, cuidador de ancianos- que lo convirtieron en uno de esos codiciados paradigmas de autosuperación.
Deprimido y desocupado como tantas otras veces, hace cuatro años decidió instalarse en la casa que sus padres tienen en España para escribir una novela. La terminó en siete semanas pero tuvo que esperar más de dos años hasta dar con un editor dispuesto a publicarla.
Lo que vino después trastocó para siempre el destino de fracaso que Bourdeaut ya había a comenzado a asimilar como inapelable. “Esperando a Mister Bojangles” vendió 300.000 ejemplares en Francia y se erigió como el libro más vendido en ese país de 2016, ganó varios premios -incluso resultó finalista del prestigioso Goncourt-, se tradujo a 35 idiomas y pronto llegará al cine.
La novela narra la historia de un excéntrico matrimonio cuya vida cotidiana discurre bajo coordenadas muy distintas a las de cualquier otra familia: entre fiestas interminables, saltos sobre el sillón y bailes improvisados al son de la canción de Nina Simone que da título al libro, un niño describe sus días felices y poco reglados junto a un padre fabulador y una madre que encubre con actitud risueña el avance de una enfermedad mental irreversible.
La historia se enriquece con el contrapunto entre esa mirada infantil y el diario paterno, donde se narran los dilemas del hombre para hacer más llevadera la vida familiar una vez que la patología de su esposa contamina la vida cotidiana. A medida que avanza la trama, el punto de vista del niño también evoluciona y diluye su candor en los pliegues de una realidad terrible que se cristaliza en un desenlace que marca el tránsito de la niñez a la vida adulta.
“Siempre fui como una especie de imbécil y fracasado feliz. Era muy inconsciente, pero aún así siempre confiaba en mi futuro”, confiesa Bourdeaut en entrevista con Télam durante la visita que realizó por estos días a Buenos Aires para presentar su novela en la Feria del Libro.
- Télam: La conciencia de la finitud está muy presente en la novela a partir del deterioro mental de la protagonista. Sin embargo, a diferencia de lo que genera a veces esa sensación de fugacidad, allí aparece como el disparador para disfrutar con intensidad los momentos fugaces ¿La clave para estos personajes es restarle el dramatismo a la vida?
- Olivier Bourdeaut: Eso es muy atinado. En un momento el padre alude a “esa cuenta regresiva que habíamos olvidado mirar”. Desde el inicio este hombre está frente a una elección crucial: intuye que la mujer que acaba de conocer está ligeramente loca y se da cuenta de que esa locura puede ir un poco más lejos aún, pero a pesar de todo elige estar con ella. De alguna manera, frente a la patología de su esposa se comporta como lo hacemos todos frente a la muerte: sabemos que existe y es inevitable pero no estamos pensando todo el tiempo en ella hasta que un día se presenta de manera brutal.
- T: La vida tan “atípica” que vive esta familia instala una reflexión sobre la educación convencional: el pequeño narrador del libro vive muchas instancias que cualquier otro padre desalentaría en la crianza de un chico. ¿Una educación con mayores límites y convenciones nos prepara mejor para la vida en sociedad pero nos vuelve individuos menos felices y menos creativos?
- O.B: No tengo una teoría definitiva sobre esta cuestión. Muchas lectoras de mi libro que tienen hijos me dijeron “Lamento no poner suficiente fantasía a la vida de mis hijos como lo hacen los padres de la novela”. Sin embargo, creo que efectivamente la ausencia de reglas no nos formatea para la dureza de la vida. Los padres siempre tienen que lograr un equilibrio muy particular: generar un espacio de libertad pero al mismo tiempo establecer fronteras. A mí como padre me gustaría no poner fronteras pero al misno tiempo sé que es condición necesaria para la adaptación social.
- T: No estamos frente a un narrador imperturbable o estático: el niño arranca con una idealización de su vida doméstica y luego se sumerge de lleno en la tragedia familiar ¿Es una novela sobre el fin de la inocencia?
- O.B: Sí, absolutamente. La realidad es que el niño encuentra natural vivir entre historias fantasiosas, aunque eso implica poner en juego una estrategia para relacionarse con los demás. Este niño cree que lo que pasa en su casa es la norma y por lo tanto describe este universo frente a su maestra y sus compañeros de clases, que no le creen y lo empiezan a tratar de mentiroso. Así es como rápidamente se da cuenta de que va a tener que mentir doblemente: en el colegio lo hace para no tener problemas y fingir que tiene una vida normal. Y cuando vuelve a su casa, como su madre no quiere oír hablar ni de aburrimiento ni de normalidad, le pide que invente una jornada escolar que no tuvo, así que vuelve a mentir otra vez. El chico se percata de que el mundo exterior no es semejante a lo que vive en su casa. Eso ocurre con todos los niños. Doy un ejemplo personal: nací en una familia con una educación muy estricta y en la mesa cuando comíamos no se podía hablar ni nos podíamos levantar y había que permanecer con las manos al costado del plato. Yo pensé que en todos lados era así porque no había visto otra cosa. La primera vez que fui a almorzar a casa de un compañero observé que todo el mundo se movía para todos lados a la hora de almorzar. El niño de la novela hace un descubrimiento similar.
- T: ¿Tu errático rendimiento escolar y laboral es acaso un gesto de rebeldía frente a esa educación tan rígida que tuviste?
- O.B: En realidad, desde el principio me sentí perdido en la escuela. No era rebelión sino una incapacidad para hacer lo que me pedían que hiciera. Era disléxico, zurdo y tenía problemas de audición. Entonces en la escuela, desde el comienzo, no oía nada, hacía todo al revés. Cuando no lograba hacer lo que me pedían, los profesores creían que era mala fe o falta de voluntad así que me castigaban, cuando en realidad yo estaba tratando de hacer las cosas bien. No hay nada más desesperante que eso. Al cabo de un tiempo, pensé que era mucho mejor aprovechar esa situación haciendo cualquier cosa y un día descubrí que podía hacer reír a la gente. Entonces empecé a explotar ese pequeño poder y me convertí en un pequeño rebelde, pero no me transformé en rebelde como reacción a mi educación sino porque no sabía hacer otra cosa. Me volví insolente y revoltoso. Me echaron de cuatro colegios y dijeron que debía cambiar de orientación, así que dejé de ir. Pero tuve mi chance para reinvindicarme: todo lo que me negué a aprender en el colegio lo aprendí en los libros.
- T: ¿Hay paralelos entre la locura y los procedimientos que tiene un escritor en la cabeza cuando concibe una historia?
- O.B: Sí. Creo que hay que ser muy torcido para escribir. Un escritor tiene que adueñarse de las neurosis de sus personajes y entrar en ellas, explotarlas… En la primera novela que escribí -que no es esta que ahora se publica- todo era muy duro y no tenía la certeza de que alguien me fuera a leer alguna vez. El proceso de escritura duró dos años y en ese lapso me hizo sacar cosas muy particulares, como el tic de rascarme todo el tiempo. A veces estaba en la cama fumando y pensando en los detalles de ese personaje oscuro: sus diálogos, su vestimenta, sus manías. Uno ajusta todos eso detalles de un personaje que no existe sino para uno. Y a veces esa constatación provoca una cierta turbación.
- T: ¿La historia de amor que plantea el texto funciona como una metáfora del desdibujamiento de las fronteras entre realidad y fantasía que a veces supone el amor? Cuando uno se enamora, se diluye y se trastoca el mundo…
- O.B: Hay una cita famosa que dice “El amor es estar solo de a dos”. Eso es verdad: cuando uno se enamora crea su propio mundo. A su vez, el límite entre la razón y la locura, cuando se tiene un pie en cada lado, se llama fantasía. La fantasía es como el primer paso hacia la locura, y la madre del niño de esta novela salta con sus pies a ese lado. Y es en la mirada de los otros que deviene loca. En la de su marido y en la de su hijo, esta constatación es mucho más tardía.
Por Julieta Grosso
Agencia Télam