Extracto para una épica social americana
POESÍA
Rabia y más rabia contra la agrietada escalera traidora que te hace pasar de largo y azotar tu columna contra el afilado peldaño de cemento, siempre meado o con caca de perro; como si la ciudad se pusiera de acuerdo para herirte; en las plazas, policía montada exigiendo documentos, a viva voz, sobre un caballo bastante nervioso; son las fauces tenebrosas del charlatán, amigo de lo ajeno; y tú por dentro reconstruyéndote siempre con el barato pegamento del alcohol, del hálito valiente que todo lo cura; una sobria imagen mía no basta para explicar nada; es en la locura donde sobrevive el hombre que mira hacia arriba; estamos encerrados; sobreviven algunos.
Una neblina azota mi memoria. Recuerdo caras y no nombres, nombres sin caras. Es la clase política una tarea que ya resolvimos o yo no recuerdo bien mi apellido; es esta imprecación un poema tardío o llenamos el vacío con algo más que música; es linda la canción nacional o sólo escuchas el cañonazo institucional contra tus abuelos; la bestia, la imprecación, el ágil salto del boina negra paracaidista: recorrieron la ciudad depositando cuerpos azules en embajadas extranjeras; en ríos y quebradas; o es que yo me olvidé de mi segundo apellido también, como un tamborilero que se olvida del ritmo, pálido, sumido en una crisis, casi ciego; es la nada misma el humo de un cigarro o la dirección de tus ojos en este momento; es el canto de los pájaros el despertador del jornalero o es el miedo a mear porque el patrón te da un latigazo y una multa.
Una neblina azota mi memoria.
El gran monstruo ha sido puesto en marcha, avanza hacia las ciudades, las va sometiendo una por una; esperamos el bombardeo con un fusil en la mano, una granada en la otra y un amargo cigarrillo que amaremos por siempre. Nos aperamos para la noche, impacientes; el bombardeo será en la mañana; nos espera algo turbio; el ánimo no decae pero la escena nos escupe en la cara un sabor amargo; veo las barricadas, las trincheras y los ojos de mis compañeros, y sin embargo pienso: la vida es hermosa, este color, la tarde última, nuestra respiración, el ánimo falso, mentalmente un ocaso psicológico: la muerte entrando a la vida, tranquilamente, fumando un cigarrillo.
Estuve ahí, escapé, me serené; participé en la resistencia, caí; me detuve en la puerta del horno, alcancé a sacar algunos panes; revisé mis actos y amé mi vida, cada espacio anterior a este amé mi vida, como quien esculpe una piedra en el paleolítico y la observa extasiado ante un nuevo lenguaje; aquí el despiadado uniforme de la cultura occidental nos abre la puerta; avanzamos, enjaulados, con trajes de segunda alquilados; escribimos sorbos, mamadas, pendejadas escalofriantes o trances mentales con erotismos como objetivo final: la canción popular ya entregó toda su sangre; avanza el cáncer del siglo; y en la ciudad se preparan manotazos tristes, llenos de piedras mojadas, meadas, con caca de perro.
Es lo que sembramos en definitiva, mírame, hablo y estoy muerto, leo y no tengo ojos, estoy abierto como un libro pero no soy un libro, soy huesos, números, amistades que me miran desde lejos, pobres que me dan la mano, una botella vacía creciendo hembra en mis testículos, y así existo, desde abajo vuelvo a respirar, me acelero y aspiro luces plateadas y sonoras aprovechando la ciudad a oscuras, la ubre sometida a apagones sequías y cortes de suministro; somos una frágil carretera de papel, entonces ¿dónde están tus pies?, ¿cuándo dijiste que venías?, alégrate, ciertas vírgenes aman la poesía y yo vuelvo a ser un acróbata sin recordar cuando lo fui, veo desde arriba tu cara de leche, y deslizo mi cuerpo para que creas que me caigo, pero no, uno nunca termina de caer, el espectáculo es completo sólo cuando celebramos, ahí te veo volar, ojalá siempre fueras así.
A la memoria de Pablo de Rokha
Por Absalón Opazo