El hombre humillado
MATEADA
Me encontraba, recién bañado, más feliz que preocupado, en la fotocopiadora. Fui a imprimir Historias, de Robert Walser, el suizo que, hace un siglo atrás, adoptó la lengua alemana, aunque exactamente no lo sé, y tampoco me interesa saberlo. Sentía el cuerpo limpio y a la vez puro, tan puro que me parecía que recién, hacía unos minutos, había nacido o que, quizás, estaba por nacer.
El dueño de la fotocopiadora me había saludado seco y sin mirarme, acaso echándome con la mirada, o acaso preocupado porque yo, su cliente de siempre, venía a incomodarlo, a decirle que, por favor, me imprimiese el libro de Walser, que no puedo pasar un día sin leerlo y que, después de la biblia, es el escritor que más me ha conmovido en este mundo de gente como yo, es decir, arruinada y a la espera de algo, quizás milagroso, que nunca llegará.
¿Necesitás la computadora?, me dijo el dueño, otra vez seco, y lo miré y pensé decirle que sí. A mis espaldas vi llegar a un hombre de pelo corto, canoso, supuse que de lejos y con gestos de resignación, o más que de resignación de hombre, ya adulto, humillado. Lo miré y de su boca salió un “buen día” apenas audible, un “buen día” diminuto que coincidía con su aspecto de hombre humillado. Pensé decirle, como un dios redentor, qué le sucedía, por qué tenía ese aspecto aquejado. Tanto el dueño como yo nos quedamos atónitos, sabiendo que ese hombre no era de Saladillo y mucho menos de un pueblo cercano a Saladillo. Soy viajero, dijo el hombre de pronto y pensé (o más que pensar, imaginé) que viajaba, como Walser quizás, caminando tranquilo y ajeno a los conflictos del mundo, pidiendo pan y agua.
El dueño entendió enseguida lo que quiso decir con “soy viajero”. Viajero era, a diferencia de lo que presuponía yo, un hombre que vende artículos. Entonces, tan apenado como se lo veía, el viajero, es decir el hombre humillado, dijo que vendía carteras y cartucheras y otros artículos más que no recuerdo. Muéstreme, fue todo lo que le dijo el dueño, como si el hombre humillado fuese un mago. Me quedé con angustia, más deshecho que deshecho, más disminuido que enaltecido. Observé cómo el hombre humillado iba a su auto destartalado y sacaba bolsas y más bolsas. El dueño mientras tanto acomodaba papeles o me veía a mí para que no le robase. A pesar de que frecuento su fotocopiadora sé que me tiene por alguien que, tarde o temprano, puede robarle. La computadora estaba ocupada por una chica rubia, de cuerpo esbelto a quien si me lo permitiese le haría el amor, o por lo menos la acariciaría para agradecerle la belleza, o para decirle, en una caricia, que su cuerpo es bello.
Cuando se desocupó abrí Facebook y descargué Historias, de Walser. Me lo había enviado como mensaje a mí mismo. El hombre humillado volvió cargado de bolsas, con un paso de resignación y la mirada perdida. Pensé palmearlo y decirle que, tanto él como yo y todos los que estábamos ahí, también en mayor o menor medida hemos sido humillados por alguien. Le hubiese dicho que, a pesar de no tener nada, yo dejé todo por una mujer. Que me fui a otra provincia y que viví en pensiones miserables. Lo miraría a los ojos y le diría, desde la herida, hiriéndolo también: ¿sabe qué? La mujer que yo amaba me citó para decirme que no quería saber más nada conmigo. Entonces el hombre humillado me diría que todos, incluso él, hemos tenido un amor que nos abandonó, y yo cerraría la boca y le preguntaría qué lo humilla a usted. El hombre humillado me diría que lo humilla la rutina y tener que viajar y llegar de noche a su casa. Entonces intervendría el dueño y diría: a mí me humilla mi esposa y la esposa, que escuchó al dueño, diría cómo cómo, qué decís. Y el hombre humillado y yo nos reiríamos con complicidad y veríamos cómo el dueño y su esposa se pelean. ¿Así que te humillo?, le diría ella. No entendiste, respondería él. El hombre humillado se frotaría las manos y diría bueno, bueno, calma. Que calma ni nada, diría ella, veinte años de casado, ¿sabe lo que es eso? Y yo diría: sepárese ya, haga su vida, ¿qué espera? Y ella diría: vos callate, mocoso inmundo. Y yo, naturalmente, me callaría mientras el dueño y su esposa que por más de quince años han atendido la fotocopiadora juntos se pelean.
¿Así que soy tu humillación, hijo de puta?, diría una vez más ella, seguro tenés otra. No, por favor, diría él, fue una forma de decir. No me importa, mañana te vas. ¿Adónde?, diría él. No sé, a la calle. Yo sentiría angustia y miraría al hombre humillado y él, para mi sorpresa, se reiría y por fin me daría cuenta que al hombre humillado, después de todo, le gusta ver a otras personas humilladas. Diría “chau” y me iría y el hombre humillado me diría: te falta mucho para saber lo qué es la humillación, pendejo, esto no es nada. Y me diría, ya en la calle, quizás llorando, que nada de eso sucedió. Que todo fue producto de mi mente estúpida y que el hombre humillado era yo, de grande y sin rumbo, penando por las heridas de la juventud.
Por Bernabé De Vinsenci