El ataque de los monstruos
EDITORIAL
La relativización de los derechos humanos y la consiguiente reaparición discursiva de la ultraderecha a nivel mundial, representan una total pérdida de fe en la especie humana y en la civilización. Nos atrevemos a decir que no es definitiva, pues el ser humano es capaz de cambiar e intervenir su entorno y a sí mismo como individuo, pero el proceso en estos momentos se vive en forma dramática, principalmente por la normalización de la cultura de la barbarie en la población globalizada.
En el caso chileno, justamente, de eso se trata el sistema económico y social impuesto por la dictadura. Neoliberalismo que se vuelve neonazismo es parte de lo esperable. Una especie de paulatino incremento del salvajismo en las relaciones sociales que en Chile comenzó a consolidarse -en gran medida- tras el masivo -y obligado- éxodo de profesores y estudiantes de las universidades a comienzos de la década de los ’80, como lo relata el escritor Volodia Teitelboim en el notable libro “La gran guerra de Chile y otra que nunca existió”:
“Pasando velozmente de la teoría a la acción, el siete de febrero (de 1980) se publicó en el Diario Oficial un decreto que establece que a partir de mil novecientos ochenta y uno los alumnos deberán absorber los costos de sus estudios. Según el jefe de planificación del gobierno, la educación debe constituir una inversión monetariamente reproductiva para el Estado. Sostiene además que se necesitan menos especialistas de nivel universitario y más mano de obra sin gran calificación.
Profesores, investigadores, alumnos, rechazan dicha política. La respuesta de la Junta es la expulsión en masa tanto de unos como de otros. Se suprimen carreras y centros de investigación universitaria, en especial de ciencias sociales, área particularmente temida por la autocracia gobernante.
Se impide la representación de obras de teatro, se incendian salas de espectáculo, se prohíben exposiciones de pintura y otras expresiones de la creación artística. Pesan interdicciones sobre la música folclórica, que se persigue como manifestación enmascarada o abierta de protesta popular. No se admiten en los conciertos ciertos instrumentos musicales identificados con ella, considerados peligrosos, explosivos, como la quena andina. El éxodo de profesionales y artistas obligados a abandonar el país no tiene fin”, concluye el apunte de Teitelboim.
El tema de fondo es ese y tiene que ver con la pérdida gradual de parte importante del sentido común, a manos de la lógica del mercado y la competencia. El sistema es violento y debe ser violento para sostener las tremendas desigualdades sociales que genera, junto a otros efectos como la contaminación que la actividad productiva causa -cada vez más- en muchos territorios (véase el caso de Quintero y Puchuncaví y las zonas de sacrificio).
Y ese sentido común violento fue impuesto en forma violenta: una Dictadura con miles de muertos, desaparecidos, exiliados y torturados. Ahí es cuando, entonces, quizás, lo que nos dice esta reaparición de la ultraderecha y el fascismo, es que para lograr alcanzar un desarrollo sustentable, una explotación consciente de los recursos, el fin de la violencia de género, el respeto a los pueblos originarios, salarios dignos, salud y educación públicas y de calidad, etc., hay que primero ganar una guerra. Así, en crudo. Civilización o barbarie. “Si quieres la paz, prepara la guerra”. Un cuento antiguo que se niega a abandonarnos. Un “darwinismo social”, a decir de Volodia, presente ya -a estas alturas- en el ADN del chileno, “globalizado y conectado a la red”: o sea, mundial. Fascismo mundial, repetición global del horror:
“Las concepciones oficiales vigentes exaltan el autoritarismo recubierto por una capa aparentemente política. Abominan de la organización y la solidaridad entre los trabajadores, imponiendo una variante del darwinismo social, donde el pez grande se come al chico, según la docta explicación del almirante Merino. La historia nacional es interpretada como la obra de una elite de personajes aristocráticos y jamás como la de un pueblo participante.
Tratan de inculcar a la juventud por todos los medios los desvalores del consumismo, del exitismo individual y del apego al dinero. La desigualdad, según su explicación, no es un hecho social sino consecuencia de factores genéticos: los hombres capaces surgen y los seres inferiores permanecen en la miseria. Su ideología reposa en dos piedras angulares: la seguridad nacional y la economía de libre mercado. La primera concibe el país como un regimiento mandado por un grupo predestinado, a cuya cabeza figura el César de uniforme. La segunda considera al ser humano como una moneda de cambio”, escribe Volodia.
La aparición horrorosa de Bolsonaro en Brasil representa la cúspide de esta acumulación de poder de los golpistas de ayer. Sin embargo, es sólo una figura: la red de poder funciona hace tiempo de la misma forma, cambiando piezas y acelerando o apretando. La amenaza en ese sentido ya es realidad hace rato. Solamente que ahora el esclavo terminó asimilando su esclavitud, con lo cual volvemos a la idea inicial. Se ha iniciado un terrible período donde vemos en acción la pérdida absoluta de fe en la humanidad: linchamientos y detenciones ciudadanas, líderes de opinión justificando la tortura, asesinatos de defensores ambientalistas, sicarios y narcotráfico, por nombrar solo algunas joyas agrias de maximalismo neofascista.
Claramente es grave la fractura abierta pues nos reporta que la disputa cultural y educativa se perdió dramáticamente y no hay mucho que hacer en lo inmediato. Pero, las luces al costado del camino cargan un poderoso significado: hay que volver al entorno, a la aldea, al barrio, y gestionar desde ahí el regreso del sentido y del bien común. Un ejemplo concreto: la experiencia de la Alcaldía Ciudadana en Valparaíso. Ahí la gente ha vuelto a creer -y experimentar- lo colectivo y lo solidario, contrapeso preciso del individualismo y el miedo-ignorancia que nos inyecta a diario el teatro del horror del mundo “globalizado”.