Entrevista al escritor Roberto Videla: “Me gusta descubrir la vida del autor en lo que leo”
LITERADURA
Conocí a Roberto por Facebook: yo publicaba mis textos y asiduamente Videla (a quien yo desconocía) comentaba o sugería, e incluso llegó realizar minuciosas correcciones sobre mis escritos. Roberto tiene refinamiento para ver lo debe o no ir en un texto. Más tarde la amistad se afianzó y Roberto me envió cada uno de sus libros, desde Perla hasta Tren, que saldrá en diciembre de este año. Leí todos sus libros con el encanto de sentirme hipnótico frente a su prosa, de dolerme o reírme como lo hace su voz narrativa. Cada vez que leo a Roberto siento que una parte de mi (¿quizás el deseo de vivir?) se revitaliza. La escritura de Roberto, entonces, es eso: deseo, deseo de vida.
-Hoy vivimos en la banalización del género autorreferencial y muchas veces se confunde la autorreferencialidad con la literalidad. Tu caso es distinto. Yo le asignaría el adjetivo de escritura de memoria. En muchos de tus textos hablás de los años 70/80. ¿Cómo escribís sobre personas que ya no están o sobre situaciones imprecisas? ¿Cuál es tu modo de abordarlo?
-Mi escritura es sí, la de la memoria y la de la inmediatez de la cámara de cine o fotográfica. Es que yo me formé en el cine. Trato de ver la realidad, quiero decir de ver, de espiar y descubrir en ella lo que me atrae o emociona o divierte. Y mis vueltas sobre mi historia son como pelar una cebolla, ese fragmento de Peer Gynt de Ibsen. Al final no queda nada, pero uno se ha dedicado a intentar comprender y comprenderse.
Aclaro que para mí autorreferencia no tiene una connotación negativa como para muchos. Al contrario. Es la base de mi escritura autobiográfica. Los 70´y 80´fueron los años en que se consolidó mi formación, en los que encontré a los maestros y maestras que me orientarían y guiarían. Y de quienes me haría independiente. También los años en que en teatro encontré un grupo estupendo, el LTL. Escribo mucho sobre mis compañeros y maestros de aquellos años. Trato de hacer surgir la luz especial que poseían, y de marcar claramente el vínculo que me unía a ellos. Todo subjetivo-objetivo. Mi verdad.
-La primera vez que te leí sentí que eso que te sucedía a vos (llamémosla tu voz narrativa) también me atravesaba a mí. Es como si el dolor o la felicidad del narrador se enquistara en el lector. ¿Cómo se alcanza la complicidad entre el lector y el narrador? ¿Es lo que buscás en tus textos?
-Creo que es importante crear una especie de eco, y ese eco se consigue si uno ahonda en sus propios sentimientos y de alguna manera los desnuda. Entonces, mostrar esa posible fragilidad, o esa posible fortaleza, consigue crear un puente de reconocimiento, creo, con los lectores. Ellos perciben algo así como una honestidad despojada, y se alían a eso, se vuelven empáticos con esa actitud ante la vida y la escritura.
Parezco solemne, pero es lo que he tratado de comprender de por qué se produce algo así como una conmoción ante mis libros. Como en Perla, donde relato mi vínculo con mi madre. No es una autobiografía de ella, yo me muestro junto a ella. Me abro. Entonces los lectores ven que me arriesgo a mostrarme, y esto lo digo sin orgullo o soberbia, y se ponen de mi parte y reconocen en ellos lo que dejo aflorar en mí.
Tampoco explico mucho, dejo que el silencio hable, como decía Karen Blixen. Solo despojo mi sentimiento ante las cosas, lo despojo de lo innecesario, dejo solo lo desnudo. De todos modos no escribo pensando en el lector, escribo pensando en mí, en descubrir lo que los hechos que recreo generan en mí. Luego, claro, hago guiños, juego, edito.
-Alguna vez contaste que comenzaste a publicar de grande y a partir del primer libro seguiste publicando, ¿cómo sentís la publicación? ¿Sirve para ponerle punto final a los textos?
-Comencé a escribir hace 11 años, ya llevo 12 libros y en diciembre largo el 13, llamado Tren. Comenzó como un juego de tratar de reflejar mi relación con los animales, y se llamó Animales. Eso fue en 2007. En 2008 lo publiqué. Me di cuenta de que me resultaba algo en lo que podía fluir. Yo ya quería alejarme del teatro, y de repente se volvió la escritura una especie de palanca sobre la que posarme para mover cosas personales. Seguí escribiendo sobre mi vida; cada uno de mis libros cuenta partes de ella, son como una casa interior que voy construyendo. Pasillos, pasadizos, recovecos, salones, lugares prohibidos, escondites, baños, jardines, patios.
Hay un momento en que los libros toman forma y se cierran, muchas veces la misma vida va dictando los finales. Por ejemplo en Dichas y quebrantos estaba reproduciendo las comunicaciones telefónicas con mi madre, dejando solo lo que ella me contaba día a día desde su casa en su pueblo lejano. En un momento ella tenía dificultades con la claringrilla, una especie de palabras cruzadas que van formando una frase, y me pidió ayuda, siempre por teléfono. Le fui tirando posibilidades hasta que la frase se armó, y era: Lo más triste de la vejez es no tener un mañana. Ella se puso feliz de haber podido resolverla, yo me conmoví ante el sentido de la frase, sin decirlo, y me di cuenta que eso, o sea la vida, cerraba de una manera nítida y casi violenta el capítulo de las llamadas telefónicas a Perla, mi madre.
Mis textos, al ser tan de mi vida, siguen generando ecos en mí, y también en alguna gente muy cercana, como mi familia, que reacciona de maneras diferentes y contrastantes ante cada uno. El que escribí sobre mi padre, El chico, hasta que lo aceptaron, ya que es una novela de venganza y rencor, les produjo rechazo y lo viví mal, como así también un libro sobre la sexualidad promiscua homosexual, La intimidad. Pero bueno, ese soy yo, qué se le va a hacer. De todos modos, las cosas no se resuelven escribiendo, siguen vivas, los libros tienen un punto final pero su latido, porque se trata de mi vida, perdura en mí.
-Tus influencias son amplísimas, tanto del teatro como del cine. Pero específicamente en literatura, ¿cuáles son los autores que te han marcado y a los que volvés?
-Yo vengo de la creación colectiva en teatro, una manera de construir en grupo, sumando aportes, ampliando el panorama con miradas distintas, a veces opuestas. También vengo del teatro político de los 70, esa idea de cambiar el mundo para hacerlo mejor, una idea utópica, algo mesiánica, que terminó como terminó. En cine mis maestros fueron Ingmar Bergman, Godard, Truffaut, Rohmer, Orson Welles, Fellini, Visconti. De aquí me gustan Carlos Sorín, Celina Muria, Paula Markovitch, Liliana Paolinelli, el primer Trapero, el de El bonaerense. Y Lucrecia Martel, claro. Una mezcla saludable y variada. Soy licenciado en cine. Y apasionado por la dirección de actores y por el extrañamiento que consigue Bergman con sus actores y actrices.
En literatura considero a Marcel Proust algo absolutamente perfecto, si hay un libro que me cambió la vida y mi percepción del amor fue La búsqueda del tiempo perdido. Después me fascina la experimentación maravillosa e imperfecta de Virginia Woolf. También Katherine Mansfield, Chéjov, Cheever, Carver, Kafka, Carson McCullers. Y Dostoyevski y Stendhal y Flaubert. Y Borges, y un librito de Sergio Bizzio y Daniel Guebel -El día feliz de Charlie Fieling. Y Alejo Carpentier, y Vargas Llosa antes. Una muerte muy dulce de Simone de Beauvoir. Y ahora estoy maravillado con Lydia Davis y Lucia Berlin. Bernabé de Vinsenci, Diego Meret. De los cordobeses me gustan Sergio Gaiteri, Flavio Lo Presti, María Teresa Andruetto, Lilia Lardone, y podría seguir nombrando. La que sigue a Proust es Karen Blixen –Isak Dinesen-, esa maravilla. Me olvido de mucha gente. Perdón.
-Me gustaría saber cómo son los armados de tus libros, puesto que no solo se componen de palabras sino también de fotografías, notas, mensajes, cartas.
-Creo que son especies de diarios desarmados, donde a veces hace falta una foto porque me parece esencial, aunque luego en la impresión no venga tanto bien. O un comentario de diario, o un error gracioso de un locutor o una entrada de alguna obra importante que vi y que son parte de la historia teatral mía y creo del mundo. A veces no incluyo nada. Muchas veces escribo en primera persona, pero hay varios libros en tercera, una tercera que transparenta al autor, o sea a mí. Y a veces me arriesgo y mezclo primera y tercera persona.
-¿Cómo ves el mundo de la literatura contemporánea?
-Leer me da un gran placer, y releer también, como si redescubriera los textos o reafirmara lo percibido en la primera vez.
En verdad últimamente, tal vez porque mi estilo no es ese, me molesta la ficción extrema, los universos puramente ficcionales. Me gusta descubrir la vida del autor en lo que leo. De ahí Lydia Davis o Lucia Berlin. Pero también Proust hacía una operación de escondite abierto sobre su vida.
-¿Podrías contar sobre tu próximo libro que saldrá a luz en diciembre?
-Se llama Tren. Es una serie de crónicas y relatos y fragmentos de diarios, pero unos diarios especiales, escritos para ser leídos, no tienen una escritura confesional. Me costó mucho la estructura. Tenía mucho material suelto que no se ordenaba bien. De repente descubrí que había relatos que se unían por el sentido: trenes, lo cotidiano, la muerte, el sexo, la política, las coincidencias. Entonces los agrupé como si fueran vagones de un tren que pasa por muchos lugares y para en varias estaciones. Ese fue el pretexto y me di cuenta que se unía en un todo coherente, al menos para mí.
- ¿Cómo vivenciaste la muerte de Hebe Uhart y cómo fue ella?
-No tuve un vínculo muy estrecho. Ella era impredecible, arbitraria, divertida, insolente, muy genial. Considero alguno de sus libros, como Mudanzas, una de las novelas más importantes de Argentina, de la historia política argentina. Ella conmigo era exigente, pero creo me apreciaba, decía que me ponía un 8,50. No le gustó nada una vez que le critiqué una obra, que me parecía pintoresquista. Decidí decírselo, después de recibir por años sus comentarios sobre mis trabajos en que se permitía decir lo que se le antojara. Luego de esa intervención mía no volvió a escribirme, aunque yo le seguí mandando mis libros.
- Por último, ¿hay libros inéditos para el año que viene?
-Tengo una novela llamada Engañapichanga y otro libro de relatos llamado Cachetazos. Ya están terminados. A la vez creo que estoy finalizando uno muy breve –Tambor- y que se refiere a una operación de apendicitis que tuve hace mes y medio y las cosas que sucedieron alrededor de esa internación. Es una mirada sobre la desprotección, es mi mirada al mundo de alrededor en los hospitales.
Entrevista realizada por Bernabé de Vincensi, desde Argentina