Bitácora

MATEADA

1. Nunca hurgué —más que definiciones (siempre imprecisas) en Wikipedia— sobre el concepto de enfermedad mental. Fue una constante en mi vida, ya a principios de la adultez, padecer una o varias a la vez. Un antojo que se encauzaba—recién ahora me doy cuenta— en la enfermedad de mi madre: esquizofrenia desorganizada, internaciones y psicofármacos. Recuerdo de niño verla vagar, a la hora de la siesta, por la calle Ministro Sojo, frente al Hogar Golondrinas, con un sobretodo en pleno verano, moviendo las manos, arriba y abajo, a un costado y a otro, con increíble agilidad, y dirigiéndole palabras, o apenas modulando la voz, a una persona imaginaria. Existe, según el psicoanálisis, la teoría de la importancia de la imagen especular; incluso el escritor Roberto Videla, junto con el grupo Psico-Cine, hicieron experiencias relacionadas filmando bebés de 6 meses, cuando comienzan a anticipar sus actos, y los exhibían. frente un espejo. Los que podían reconocerse —reírse, tratar de captar la figura reflejada— estarían, poco más poco menos, a salvo. Porque los psicóticos, al contrario, no registran la imagen reflejada. Roberto relata la experiencia de un bebé en su libro Tren y adjunta, más abajo, una imagen (ignoro si real) de uno riendo frente al espejo. Por mi parte, aunque me pese, soy de las personas que no han podido gozar de su imagen reflejada, o sea que mi estructura mental es psicótica. Puedo tener delirios o alucinaciones.

El DSM es la biblia de los psiquiatras, mi doctor hace tres años atrás me diagnosticó Trastorno Afecto Bipolar. Cuando me anoticié de mi bipolaridad, sintiéndome parte de una desolación e incomprensión absolutas, me sumé a grupos de ayuda mutua en Facebook e investigué acerca del trastorno. Conocí a muchas personas que, supuestamente, tenían bipolaridad. La primera fue Julieta, de Santiago del Estero. Ella me agregó y comenzamos a mandarnos mensajes. Lo único que hacía Julieta, según me contaba, además de trabajar en Vialidad con su padre, era spinning y comer verduras o yogurt. Estaba obsesionada con su cuerpo. Me escribía a toda hora preguntando por mi situación: si sentía angustia, si había comido, si me había bañado. Un día me propuso: si quieres venir, aquí a Santiago, te pago un pasaje. La idea rondó en mi cabeza durante meses. Viajé en enero. Ella era menudita y morocha, con ascendencia india, y los labios bien pronunciados. A mi regreso, en la terminal, lloró. ¿Por qué?, le preguntaba yo, más impávido que una roca. Y ella: porque sos un compañero y no te veré más. Sus palabras fueron exactas, el augurio perfecto: jamás volvimos a vernos. Tampoco a escribirnos: la bloqueé de WhatsApp y Facebook. El diagnóstico, después de todo, surtió efecto: le jugué una mala pasada al DSM y conocí a Julieta. En otra ocasión (de la cual aún siento vergüenza) un hombre se hizo pasar por Macarena —una muchacha multimillonaria de mi edad (idea estúpida que atrae a cualquiera)— y me sedujo a tal punto de inducirme a enviarle imágenes desnudo. Más tarde salió a luz que era estudiante de psicología. Al final, me peleé con todos los del grupo de ayuda mutua y me fui. Poco después se disolvió.

Los diagnósticos varían. Hace poco le exigí a mi analista que me dijese mi patología. Se resistió, al principio. La charla fue por Facebook. Luego, ya cansada de mí y de mis insistencias, escribió: “De este trabajo de años, lo que puedo ubicar en tu caso, son fenómenos corporales y también en el plano del pensamiento, en especial, en la interpretación de la realidad, de tintes persecutorios. Ambos campos de fenómenos se corresponden con una estructura psicótica, al modo de una esquizofrenia paranoide”. De modo que de bipolar pasé a esquizo paranoide. Nunca me había percatado de la paranoia, o sea, nunca la había podido poner en palabras. Siempre me pasó que confundía personas con objetos, o que me miraban especialmente a mí. O pensar, también, que las cocineras del hospital escupían mi comida, debido a que yo era un vago y vivía de arriba. O muy a menudo, que las personas se ríen de mí, por cómo me visto o cómo camino.

2. Volví de Rosario a Saladillo. Kika me hospedó en su casa. El trato había sido por un mes hasta que yo consiguiese un lugar donde vivir. A Kika la conocía del Hogar Golondrinas. La habitación que me cedió, de su madre difunta, me sentó cómoda: salía apenas a comprar cigarrillos, o visitar a algún que otro amigo. Permanecí un año allí, hasta que un día Kika no pudo levantarse de la cama. Me escapé por ahí sin avisar ni adónde ni hasta cuándo. A Kika se le había bajado la presión, pero del susto creyó que se moría y el culpable —ella me lo dijo— de su posible deceso era yo. Llamé a mi analista, casi llorando, y tuve una entrevista. ¿Te podés quedar acá?, me dijo, refiriéndose al hospital Posadas. ¿Tenés la presión baja? ¿Te sentís mareado? A todo respondí que no. Esa noche comí y me acosté y creo, como en todo ese tiempo, dormí mal por las pesadillas.

3. A veces pienso que el mundo conspira contra mí y que vivo en un reality show. O sea: creo que todo es una película, un eterno largometraje, y que yo soy el protagonista, una especie de antihéroe. Entonces me avergüenzo; a solas, pero me avergüenzo. Creo que todos conocen mi intimidad, que todos están pendientes de lo que hago o dejo de hacer. Eso, según mi analista, es la paranoia. Otras veces creo que las personas me tratan con especial atención. O sea: como soy discapacitado, no muy cuerdo, me tratan con cuidado. El otro día me reuní con amigos y sentí que se burlaban de mí. No entendía los chistes, o los entendía a medias, y me echaron en cara que, días pasados, me había ido sin leer de un evento llamado “Muerte al ego”. Uno de mis amigos reprodujo delante de todos un whatsapp mío, en el que me excusaba sobre por qué me había ido. ¿Soy yo o son ellos?, pienso. Al otro día le expliqué a un amigo —el que organizó el evento y me invitó— que me había sentido incomodado (por problemas personales, le aclaré) y me respondió que no sabía cómo había que tratarme, si yo tenía problemas al vincularme. La paranoia es como la civilización y la barbarie, como el ellos y nosotros, existen dos pandillas. Siempre digo, a modo de sorna, que habría que abrir una grieta entre psicóticos y neuróticos. Sin embargo, vivimos en una sociedad que hace como si ambas pandillas, neuróticos y psicóticos, no existieran.

4. Conocí a Yanira, de España, a través de un grupo de Facebook. Hicimos amistad rápidamente. Dice a cada rato “pues” o “qué va” y su voz es de cansancio, como de trasnoche. Yanira me cuida, a la distancia, como puede, por audios o mensajes, pero me cuida. Me pregunta si comí o me bañé, o si salí. Nosotros nos deterioramos más rápido, me advierte. Vive en las Islas Canarias. Ella es una amiga reciente. La otra es Miriam, de Uruguay. Con Miriam nos conocemos hace dos años. Le digo que no fume tanto. Tiene la voz ronca y es lectora, me deslumbró cuando me contó que leyó a Lucia Berlin. Muchas veces suele aplaudirme (por lo que escribo, claro) y yo trato de ser indiferente porque desconozco el tipo de literatura que le interesa. Como los profesionales que me atienden no esgrimen un mismo diagnóstico me he hecho dos amistades. Yanira y Miriam. Ambas son amables conmigo, y me contienen. Ambas con poseen distintos diagnósticos.

5. Lo importante no son, como se cree, los diagnósticos. Importa que dos o más personas puedan complotarse contra un diagnóstico, a través del afecto, el cuidado, la palabra. Las enfermedades mentales son una disposición orgánica que por medio de factores ambientales se despiertan en algunas personas. Solo nos quedan dos cosas: hundirnos —o sea abismarnos— o creernos genios con lo que producimos. O, si es posible, ambas cosas. Las enfermedades mentales, vale aclararlo, no son gratuitas. Perdemos y ganamos. Marisa Wagner, poeta olavarriense, dice en su libro de poemas “Los montes de la loca”: “La locura empobrece y la pobreza enloquece”. A nosotros nos toca superar esto. Intentarlo, al menos. Tratar de alcanzar, aunque sea mínimamente, un poco de cordura y armonía, con uno y con el entorno. Pero, sobre todo, amar, quererse bien. Epidémicamente.

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Por Bernabé De Vinsenci

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