El último anarquista de Saladillo
MATEADA
Enciendo la grabadora de voz. Me interesan las voces que, poco o mucho, aunque sea mínimamente, pueden hilvanar lo que a mí, debido a que el tiempo nos vuelve amnésicos, se me desmemorió. «Cómo era», le sonsaco —desconoce que su voz está siendo registrada: después le confieso «te estoy grabando, es para una nota»—. «Un tipo bueno, en libertad, una cosa así, no dependía de nadie, de visitas fugaces», comenta Rubén, consiguiendo extraer de su memoria descripciones borrosas, que lo conoció por casi treinta años —cuenta también que le compraba fiambre cuando sus padres, en los años ochenta, tenían boliche hasta que el médico se lo prohibió «de ahí empezó a cuidarse», dice hasta el hartazgo cada vez que se refiere a él— y con quien acostumbraba visitarse asiduamente: charlas efímeras, días tras día, semana tras semana, de duración de media hora o menos, que solo podían suspender un mal temporal. O aquel lunes, el último, que no se concretó —y jamás se concretaría— porque fue hospitalizado. «Me dijo que el lunes pasaba, me iba a traer maíz», recapitula Rubén y deja preceder el silencio.
Fue un hallazgo en una infancia confusa que a través de los años, sin darme cabal cuenta, se cristalizaría como oficio de vivir: aprender los gajes de habitar la periferia, los márgenes de la ciudad, de vivir con lo indispensable, sin caer necesariamente en el lumpenaje, en la tacañería, sin creer por eso que la periferia, tan románticamente vista, es una pose, un eslogan, y desde allí uno, gozando de privilegios —muchos gozan de privilegios, e incluso se dicen minoría cuando han sido formados en la universidad, y son portavoces, panfletarios de lo periférico, pero que terminan comiendo arroz yamaní o hamburguesas de lentejas, para exhibirlas en Facebook o Instagram—, puede llamarse «maldito» o «disidente». La periferia es la razón, casi un sentimiento, de rechazar lo hegemónico, siempre a conciencia, muchas veces mediante decisiones, a veces drásticas que acaban en suicidio o en loqueros, o por el contrario, como suele ocurrir a menudo, ser producto de lo hegemónico y padecerlo, tanto que uno puede convertirse en facho, xenófobo o de derecha.
Es impreciso cómo lo conocí —no recuerdo la fecha ni el lugar—, indudablemente por mi padre o, quizás, porque vivía a pocas cuadras de mi casa, tres con exactitud; me consta que su presencia, siempre de visitas breves, con palabras certeras, no se desdibujó de mi memoria: todavía lo veo cruzado de piernas, con las manos sobre el vientre, sentado en un banquito chiquito, casi desapercibido, en la casa de mi padre, hablando con tardanza, «dialogando», como diría él, masticando cada palabra, mientras chupa la bombilla del mate, para después escupirlas como un dardo, sin desmesurarse, sin tensionar el encuentro ni ocasionar discordia. A todo eso era ajeno.
En su economía de migajas era un estadista: gastaba lo justo y necesario, comía la ración justa, no tenía vicios, frecuentaba los mismos lugares. Vestía andrajoso, tan andrajoso como su bicicleta, siempre la misma, emanaba además olores propios de la tercera edad, a humedad, a meo, aunque no franqueaba los sesenta y ya tenía el pelo encanecido, a veces largo, al igual que los escasos pelos de la barba que brotaban de su cutis tupidamente.
Creo recordar que no tenía baño —su casa si bien era de ladrillo padecía la precariedad: piso de tierra, paredes sin revocar, puertas destartaladas— más que palanganas o fuentones de aluminio, en los que lavaba ropa o, con jabón blanco, aseaba su cuerpo. Hedía a jabón blanco, o también, si lograba conseguir, se ponía una hojita de albahaca detrás de la oreja. Decía que la albahaca era como un perfume. Lo imagino semidesnudo, con los calzoncillos blancos, enjabonándose el cuerpo y la cara, aunando las manos como si fuese a rezar, y llevarse agua blanca de jabón y tierra a la cara y parte de los pelos. Para lavar un pantalón —aplicando lo que él llamaba «la ley de menor esfuerzo», o como dice el refrán «más vale maña que fuerza», a menudo lavaba sentado, con intermitencia, con la palangana entre las piernas y él apenas agachado, sin sacrificarse en vano— se demoraba dos o tres días; su idea era que trabajar, cocinar o lavar, o cualquier labor, «hay que estudiarlas a las cosas antes de hacerlas», pregonaba, podían hacerse desde la comodidad, sin esfuerzo, sin sacrificarse, sin derrochar fuerza así como así. Sin proponérselo como ideología negaba la cultura del esfuerzo, lo que hoy llamaríamos meritocracia. El lavado consistía en pequeñas refregadas, a mano, que se interrumpían por otros quehaceres, chupaba la bombilla del mate, por ejemplo, y refregaba un poco, terminaba de almorzar, siempre un churrasco con un tomate cortado en trozos, y refregaba otro poco, así hasta acabar con el lavado. Vaqueros percudidos le perduraban dos o tres años, regalados, cedidos por algún familiar o algún vecino.
Lo apodaban Pocho —ignoro la ocurrencia del apodo, de quién y desde cuándo— que, según la RAE, tiene varias acepciones. Una: «descolorido, quebrado de color». Otra: «dicho especialmente de la fruta: que está podrida o empieza a podrirse». Posiblemente me quede con «descolorido» porque, a varios años de su muerte, lo recuerdo cada vez menos —sus semblante, sus palabras, nuestras charlas—, descoloridamente, imborroso. Como plátano que en el otoño pierde su verdor y se marchita. Y también lo recuerdo con la segunda acepción: «que está podrido o empieza a podrirse», porque Pocho representaba una manzana podrida para la sociedad.
Había nacido en La Barrancosa. Uno de los tantos parajes de Saladillo. Pertenecía a la clase analfabeta, ágrafa, que apenas sabe sumar y restar las cuentas de almacén, o un vuelto, y escribir su nombre, garabatearlo o escribirlo a duras penas por automatismo. No tuvo formación de ninguna índole, más que la que fue adquiriendo, muchas veces por maña, en los trajines de la vida. En Saladillo —y nosotros, sus amigos, un puñado de amigos— lo veíamos como a un «ciruja», el que junta aluminio, bronce o plomo, o un «buscavida», que recorre los lugares más económicos, adjetivos que para cierta clase social resultan despectivos; siempre merodeaba las mismas zonas, el mismo barrio, los mismos almacenes, las mismas personas. Jamás lo escuché decir «fui al centro», recorría la ciudad por las calles de tierra, bordeándola, tratando de pasar inadvertido. Como una hormiga en la maleza, o un lagarto que se escabulle en su cueva.
Sin embargo, Pocho fue anarquista, aun sin haber oído jamás el término, de un modo que no implicaba luchas, pancartas o huelgas, pero que en su cotidianidad ejercía muy silenciosamente. Criaba gallinas para consumo propio o para vender, o alguna chancha, truqueaba o rescataba maíz de los camiones, siempre sin caer bajo las manos de ningún patrón —como cantaba Yupanqui, a Pocho le cabe como anillo al dedo, en El payador perseguido «la vida es perdida trabajando en campo ajeno»—, remendaba su destino sin ningún trabajo fijo, cultivaba la austeridad. «O sea, cortaba leña con la motosierra», dice Rubén refiriéndose a su juventud, «le hacían poner un casco, porque una ramita del grosor del dedo, decía, si caía de punta te podía agujerear la cabeza». Le pregunto —ahora ya sabe, su voz está siendo grabada—, ¿fue un changarín? ¿fijo nunca, entonces? «Sí, claro», balbucea, «una cosa así». Y agrega: «a veces, no sé… se fue a pasear por ahí. Aventura, ¿viste? Era medio así, aventurero».
Su casa quedaba de las vías del Ferrocarril General Roca a media cuadra, sobre una avenida que corta en dos el barrio 272 viviendas. Cualquiera que pasase por allí no se hubiese imaginado que vivía una persona. El yuyal y las plantas ocultaban la fachada de su casa.
Enciendo otra vez el grabador de voz. Le digo que me cuente la anécdota de los choclos. Es una anécdota que escuché repetidas veces. Rubén, riéndose, cuenta: «El paisano Sosa le había dicho que juntara unos choclos. Él fue y juntó casi una bolsa y la puso en la bicicleta. Justo que estaba por salir, salió la mujer de Sosa que sintió ruidos y Pocho le dice “andaban dos robando choclos, salieron para aquel lado”, entonces la mujer salió a mirar quiénes eran y él se las tomó». Rubén ríe y veo que en su risa faltan dientes, muelas. Suele decir que se siente viejo. «Uno ya no tiene veinte años», suele excusarse.
Podría contar anécdotas, difusas, pero nítidas en mi memoria: Pocho siempre estuvo en contra de la tiranía que mi padre ejercía sobre mí, con esto quiero decir que, si bien mi padre era tirano en la medida en que quería hacerme humanamente correcto, percibía el maltrato infantil; en los momentos en que mi padre me gritaba o me pegaba, en ocasiones con un rebenque o con el puño, instantáneamente Pocho se ausentaba, «no me gusta», se afligía, y quizás por un período de tiempo, días o semanas, no volvía a aparecer. Una vez me encontró con lágrimas en los ojos —yo lloraba porque mi padre me había regañado, tendría diez años— y me regaló cincuenta centavos para que yo interrumpiera mi tristeza. Sacó la moneda de una bolsa, con muchas monedas. «No tenés que llorar», me consoló, aunque sabía que tenía todas las razones para hacerlo. Yo estaba agazapado en el patio, con los ojos acuosos, y él se dirigió hasta allí a darme bálsamo. Cuando aparecía Pocho, yo me sentía a salvo porque, durante su presencia, mi padre no me tiranizaba. A mi padre le dolía perder amigos, porque la soledad lo asediaba y no podía afrontarla. Solía aparecer en los atardeceres, cuando el sol paulatinamente se extinguía: el atardecer era el momento propicio para hacer diligencias, comprar la mercadería del día, siempre escasa, o vender tres kilos de trigo o maíz. Tomaba dos o tres mates, contaba alguna anécdota, actual o de su vida en el campo, y se iba; su presencia en cualquier lado era fugaz. Hacía elogio del diálogo. Literalmente decía: «hay que dialogar». Y agregaba que las personas dialogando —nunca lo escuché discutir— se entendían. «Le gustaba conversar», dice Rubén con pudor porque la grabadora está encendida, «decía que yo era uno de los que le gustaba conversar. Uno con los que se encontraba cómodo», añade.
Otro amigo de Pocho y mi padre, me contaba hace poco, que decía que me retaba mucho. «Lo reta mucho a ese chico», decía. Sentía pena por mí aun sin conocer la paternidad, aunque se dice que tuvo un hijo y no lo reconoció. «Maso o menos por la fecha que había andado con la mujer y que nació el chico decía que era de él», asegura Rubén. «Pero nunca tuvo más contacto con ella ni ella le dijo nada, él suponía…», agrega y levanta los hombros, como diciendo “no sé”.
En casi todo era metódico: cenar a determinada hora, no echarle sal al churrasco ni al tomate debido su hipertensión. Iba a su casa los fines de semana y tenía una heladera rota que, con ramas y troncos, usaba para hacer de comer o calentar agua en una pava tiznada. «Vos ves la pava negra por fuera», me decía, mirándome fijo, «pero el agua adentro está limpia». No le importaba el aspecto de las cosas ajadas, sucias; le importaba su esencia, como por ejemplo, poder tomar mates y charlar, ya sea del tiempo o de los puteríos del barrio, aunque por fuera la pava estuviese sucia, renegrida de tizne. Una vez un amigo le dijo que en el patio de su casa —había una higuera enorme, con una lona encima, parecía un circo en miniatura— limpiándolo se podía comer un asado. Pocho respondió que el asado podía comerse igual.
Le regalaban ropa, muchísimas bolsas, y él se encargaba de hacerla trapos para venderlas en bolsitas en los talleres mecánicos. En aquel tiempo yo tenía una bicicleta y él era mi bicicletero, me emparchaba la goma y siempre, a modo de ética en lo que hacía, se ensalivaba el dedo y se fijaba que el pico no perdiese. «¿Ves?», decía a veces, «pierde». Y yo miraba la burbujita que salía del pico, diminuta, imperceptible. Entonces agregaba: «hay que cambiarle el fideo». Nunca supimos su nombre, por lo que valdría decir que vivió en nosotros —incluso hasta hoy— bajo seudónimo/apodo. Jamás respondió a lo que nos impone la cultura: formar una familia, comprarse un vehículo o un televisor; presumo que fue una decisión propia no tener esposa ni hijos, lo que significó que pudiese vivir más al margen todavía. Con vivir al margen me refiero sin restricciones de su libertad.
¿Por qué fue anarquista sin conocer el término? Porque no padeció ser changarín cuando vivió en el campo o los diversos oficios que con posterioridad ejerció, siempre sin jefes ni patrones, y mucho menos la aspiración a convertirse en clase media —tener la subjetividad de la clase media— o asegurarse un mejor pasar, sino que deliberadamente escogió vivir con justeza, en la estrechez, el día a día, sin derrochar ni malgastar, sin encomendarle, ni siquiera mínimamente, su libertad a nadie. Era uno de los del montón, no era flor de invernadero, pero para muchos —o más bien, para pocos— fue excepción. Su lujo era que podía dormir la siesta, por ejemplo. O comerse un churrasco o un guiso. Tampoco, entiéndase, es que apologizo la marginalidad —o si se quiere, la miseria— pero a Pocho le bastaba una radio, escuchar los partidos de River y la luz de neón que le cedía su cuñado. Vivió sin deberle nada a nadie, sin lujos innecesarios.
Un día una vecina lo vio tirado en el piso —era de mañana, exactamente las once—, cuando volvió a pasar cerca del mediodía advirtió que todavía permanecía allí, tirado en el piso, catatónico, sin moverse. Al otro día nos enteramos que había sufrido una embolia cerebral, y un día más tarde —en la primera semana de abril— murió.
Hoy su casa es tapera, nido de ratones —aunque mantienen la limpieza y se han desecho de las cosas que acumulaba: parte de bicicletas, botellas— en donde apilan cosas en desuso. Tal como vivió, Pocho murió anónimamente. Incluso fue enterrado en un cementerio a pocos kilómetros de la ciudad, pero lejos de donde pasó sus últimos días.
Fue enterrado en el cementerio Parque Paraíso, al igual que Santiago Maldonado.
Por Bernabé De Vinsenci