Las pastillas en el inodoro
MATEADA
Llegué a avizorar tras empeñarme en observarlos, que mi familia vive bajo el karma de la psicosis. Un familiar psicótico, madre, padre o hijo es suficiente para una familia sintomática.
A nosotros como decía la ya difunta Marisa Wagner “la pobreza nos enloqueció”, o al contrario, “la locura nos empobreció”, poco importa, porque además de locos, algunos más patológicos que otros, somos pobres desde generaciones pasadas: hemos cargado en baldes de veinte litros, con los genitales a la intemperie en pleno invierno, o limpiado el culo con trapos. No llegamos a la alucinación de comernos nuestra propia mierda, como a menudo sucede, creyendo que es puré de papa; sin embargo, nuestro karma es tropezar dos veces por segundo con la misma piedra una y otra vez, interminablemente, hasta que la piedra se pula por los tropezones.
Mamá es una niña, creció, maduró -su coeficiente es muy bajo, y muy pocas veces cobra lucidez- y morirá como niña, así vino al mundo, con su autenticidad de infantil, y así se irá. El psiquiatra en una sesión, a solas (hizo que mamá se fuera, porque no era lo “correcto”), me explicó: ¿no ves que tiene caprichos? Es como una nena. Déjenos solos, le dijo a mamá para hablar cara a cara y mamá obedeció fiel a su instinto de niña: ella cree que el psiquiatra es su padre espiritual. Contradigo a Rilke: si la patria del hombre es la infancia, como la eterna infancia de mamá, mejor sería no tenerla, o mejor sería perderla en un basural o tirarla a los escombros. Que la infancia, al igual que cualquier cosa inútil, sea un desperdicio más. Mamá vive meada, con cincuenta y dos años usa pañales, y asimismo, a pesar de que se higienice hiede a pis, y repite las cosas más de cinco veces como si fuera la lora de la casa. Siempre lo mismo: ¿querés mate cocido? ¿querés leche? ¿querés mate cocido? O toma té con milanesas y dice “¿querés?” o come pollo a medio cocinar y agrega “es más vitamínico así”. Soy infinitamente paciente aunque mis límites, cada vez más desgastados, se acrecentaron en repuestas terminantes y distanciamiento, me volví monosilábico, apocado en el diálogo. Digo “sí” o “no” con fastidio y enfático, y a veces le abriría el cráneo para ordenarle las neuronas, o la congelaría hasta que yo sea carne muerta.
Mi hermana mayor es mitómana, o tiene algo parecido a la mitomanía, en muchas ocasiones, se excusa ante hechos o palabras que ella misma hizo o dijo. Dice, mirando fijo a los ojos, inmutable, sin que se le escape una risita de su tramada mentira: yo no hice eso, te habrá parecido. Es como la pregunta retórica “¿sos boludo?”, pero en vez de boludo, “loco”, “¿estás loco?”. O: no puedo, tengo que atender mi casa, dice. Su casa es de dos por dos, similar a un baño público, aunque modesto y ordenado. Mi otra hermana roza los treinta años, o unos años más, y todavía no se dio cuenta de que, a esa edad, uno es ya suficientemente grande como para andar ocultándose detrás del marido -a quien además odia y siempre se refiere a él como al “otro”- y excusarse con “me quedo con él hasta que las nenas sean grandes” sin barajar en su limitadísima capacidad especulativa que el mundo puede terminar dentro de una hora, mañana o la semana próxima. Incapaz de proveerse un destino, el pan de cada día, el destino la aplasta de par a par, de arriba abajo, íntegra, y la invalida al igual que los mosquitos muertos por manotazos. Le dije a un profesional de la salud mental: che, ¿me parece a mí o estamos locos? Más que una pregunta era una afirmación. Esperaba escuchar un “ sí” contundente, rotundo o “eso creemos” seguido de fundamentos. Él enmudeció, hizo gestos de una represión furiosa, y entendí que su mudez, su gran silencio atronador, su reticencia actuada, me daba la razón. O quizás fue mi paranoia o mi ansiedad desatada; sus ojos me decían “sí, y así morirán: locos”, sus ojos decían “del polvo de la locura vinieron y en polvo de la locura se irán”.
La semana pasada mi hermano dos años mayor que yo, dos años que no le dan derecho a hacerme de consejero, me dijo: Dios me tuvo bajoneado. Literal: DIOS-ME-TUVO-BAJONEADO. ¿Lo agarró de cuello, silencioso en la noche y lo amenazó de muerte, le arremetió una puñalada mortal a su alma?, pensé yo. Dios lo bajonea pero él nunca cambia, sigue intacto a su maldito carácter de siempre. ¿Para qué lo bajoneará, entonces, por sádico o por escarmiento, o para entretenerse de su aburrimiento celestial? ¿Para decirle “te equivocaste en esto” o “te equivocaste en aquello”? ¿Dios acaso no es el poder de la prosperidad y el propósito? De ellos sale “Dios tiene un propósito en tu vida”, “Jesús te ama” o “Dios busca a los más necesitados”. Qué desagradable que una entidad que no se oye ni sé escucha trame propósitos o un prospecto bien detallado para nosotros. Ni un oligofrénico se atrevería a tanto misticismo, un misticismo irrefrenable -ayuno, levantarse de madrugada a orar, etcétera-, que poco a poco te confina al aislamiento, a que nadie te visite, ni los “hermanos en fe”, ni los hermanos sin fe, ni los diabólicos ni los macumberos, en el cual ni las epifanías de ninguna índole se animan a acercarse. Una vez en la calle mi hermano y yo, él con bolsas de eucaliptus en la mano -habíamos salido a vender en plena pandemia, casa por casa- y yo carcajeándome de él, de su mal e incipiente oficio de vendedor ambulante, y recuerdos que le contaba a él que me habían contado a mí, me dijo: vos no tenés todos los jugadores. Tajante, y llorando de risa, a punto de desmayarme, le respondí: sí, y vos los tenés todos lesionados. En vez de reírse -yo buscaba eso: era mi intención- puso cara de culo, de cascarrabias y me dijo “burlón”, “sos un burlón de mierda”.
Uno puede estar loco –“loco patentado”, como dice papá, refiriéndose a casi todas las personas, salvo él que es “buena persona”, o “loco suelto”, como dicen muchos- y es admisible, una u otra forma, lo que no es admisible es hacer una epidemia, un contagio de la locura: yo, tú y todos locos, enfilados a un neuropsiquiátrico en el que terminamos con chalecos químicos, pastillas ingeridas como caramelos, chalecos de verdad o maniatados con gasas y profiriendo, a la mitad de la madrugada, palabras ininteligibles, esperando la visita de un pastor de la Iglesia Universal o la visita de algún familiar que nos dice “todos pasamos por esto, ya vas a salir”. Hay un límite: enloquecerse, con mucha placidez (un mínimo de locura aliviana al superyó, a la condición moral en que nos sume la sociedad), aislado de las personas, pero sin cómplices o débiles a la complicidad, porque así deja entreverse que además de loco se es un pusilánime, un minusválido que anhela la locura mancomunada: me precipito al abismo y vos venís conmigo, sería el norma, y ya dejaría de ser locura para volverse un acto egoísta, de mala fe.
Por ejemplo: en Santa Clara del Mar había -si no murió de cirrosis o hipotermia- un borrachín que apodaban El Perro, petiso y canoso, con lentes negros en pleno verano parecía un protagonista de una película de acción, nos contaba anécdotas de contactos políticos que lo llevarían a la intendencia del balneario. Nosotros lo tomábamos con sorna, riéndonos a escondidas o sobrándolo, pero a la vez un poco crédulos, dejando espacio al “quizás”, como diciéndonos “mirá si el loco llega”, le hacíamos cánticos “¡Perro intendente!”, “¡Perro intendente!” e incluso se pensó hacer un evento cultural para costear la campaña. Su fama de “borrachín inocente”, era tanta que podía ser posible. ¿Y qué vas a hacer ni bien asumas?, le decíamos, esperando ansiosos sus medidas. Y Perro ni tan zonzo ni tan loco decía: un hospital, calles, limpieza de playas. Por poco casi caemos en su delirio, y supimos que Perro era Juan y que Juan por locura -tenía una fotografía de su familia- se había encomendado al vicio del alcohol. Todo pobre es benefactor, su imaginario es un mundo próspero, equitativo, hasta que escalafona, alcanza a estabilizar su economía, da empleo, y se vuelve corrupto: estafa a otro pobre por miedo a volver a caer en la pobreza; lo mismo sucede con la locura, se es loco sin peligro, o aparentemente sin peligro, hasta antes del diagnóstico, después viene la perversión, el desgano, la apatía, la posibilidad de cometer un crimen, una violación o la salida abrupta de la “normalidad”: los que yacen bajo la norma, están dos metros bajo tierra, el loco, dos metros de la superficie.
Tenía un amigo que el hermano vivía una vida normal, “un poco dejado”, me contaba, hasta que consultaron a un psiquiatra, “por actitudes raras”, decía, y le diagnosticó esquizofrenia paranoide. A partir de allí, según mi amigo, el hermano comenzó a tener actitudes extrañas, cada vez peor, a caer en picada, como esconderse en el baño o dormir todo el día: dejó de trabajar, se volvió dependiente, casi no se aseaba. ¿Será sugestión, hipnosis o brujería científica? No es lo mismo que cualquier persona por pequeños altibajos diga “soy bipolar” con mucha liviandad, jactándose de serlo, a que un psiquiatra sentencie bajo su letra de garabato que sos Bipolar Tipo 1 y te inyecten antipsicóticos, o caigas internado en una cama metálica que cruje a cada movimiento. Sin embargo, hay gente que vive lejos de los psiquiatras, por suerte, lejos de los psiquiátricos y los fármacos, excepto pedófilos y violadores, y que muere con un diagnóstico que todos sospechaban diciendo “el loco”, “el loco” pero que nunca se certificó.
Viene el pastor Jiménez, dice mamá a una chica que la visita. Y me lleva a la nena, enojado, sigue. Dice “y me lleva” como si la nena fuera carne de su carne, sangre de su sangre. La chica escucha, yo también y hago muecas de “vámonos”, “basta de escucharla”. Mamá insiste: yo estaba flaca, flaquísima, repite, no teníamos para comer, y el pastor se la llevó. Según mamá el pastor Jiménez se había olvidado a la hija en el barrio y ella muy misericordiosa la acobijó en su casa, aunque no tenían para comer y a causa de la anemia “estaba postrada en una cama”. La alucinación existe -mamá siempre alucinó, vive más de alucinación en alucinación que los pies en la realidad-, no solo como categoría clínica, sino también mientras haya alguien que la presencie. Hay dos modos de enfrentarla: creerla, preocuparse y tratarla, o darse cuenta, huir o poner un borde. Como dicen: “seguir la corriente”.
La alucinación más peligrosa, de todos modos, -o más que alucinación, el fantasma- es la de la clase media: la culpa y su falta de autoreconocimiento como clase torpe y privilegiada. Un pobre enfermo puede comerse la mierda o cocinar comida podrida. Es común que alucine con alimentos. La clase media, por el contrario, piensa que el sacrificio es la única salvación, cueste lo que cueste, y es roída moralmente por la culpa: es un cristiano encubierto, con valores apenas libertarios. Se sacrifica, vitaliza la meritocracia como discurso hegemónico, “yo pude, vos podéis”, dice, y se remuerde; a la vez que gana privilegios gana culpa y malestar y busca chivos expiatorios: los pobres y los corruptos, desde los lúmpenes hasta los políticos. Vive en el pantano del papel de víctima. En el espíritu de mamá está sellada la conciencia del trabajo, o la negación del ocio absoluto. Por discapacidad -tiene tantos diagnósticos- cobra una pensión de la Caja de la Policía. Nuestro abuelo fue milico, perverso, asqueroso. Vive frente a un CAPS de un barrio postergado de un pueblo postergado y cada mañana, antes de que amanezca, sale a barrer la vereda o a juntar hojas. Cree que le remuneran por su trabajo y no falta ningún día a pesar de que cobra una pensión mediana -veintitrés mil pesos- vive como una rata (apenas dos pantalones, sin sábanas en la cama, con una pava abollada, sin utensilios de cocina) y cree en su locura que gana limosna -ella dice doscientos pesos- con su propio esfuerzo que le permite a duras penas, también según ella, comprar un puré de tomate, el más económico o un caldito para preparar sopa con fideos comunes. Lo cierto es que vive echada en la cama, maldiciendo y puteando a diestra y siniestra, a cuánto se cruce, a nosotros, a sus vecinos, a la propia gente del CAPS que le “da trabajo”.
Papá me contaba que cuando vivía con mamá tiraba las pastillas en el inodoro. Cuando está loca, ¿quién la soporta?, dice cada vez que la recuerda, y hace un ruido gutural de “jam”, autoconveciéndose de que él amándola no pudo. Dice que le lavaba hasta los calzones, tenía que hacer todo yo, dice, y le dio -así dice también: le “dio”- de comer a mis hermanos que eran hijos de otros padres. De mal en mal, con un pasado tenebroso, de excepcionalidades (¿cuántos locos caben en una familia?, me pregunto ahora), y un presente que reedita la tenebrosidad del pasado. Aplica Nietzsche, al pie de la letra: “el eterno retorno”; una y otra vez recayendo en los malos momentos, en el mismísimo calvario y como si todavía no alcanzara, volviéndolos a revivir. La escenas más macabras se repiten: papá golpeando a mamá o mamá fuera de sí mostrando su pubis. Como dice Arseni Tarkovsky, el padre del cineasta Andrei, en uno de sus poemas: “no creo en los presentimientos, tampoco me asustan las señales/ no huyo del veneno…”. Hay que coexistir con los fantasmas, a mamá aceptarla loca, los karmas de nuestros antepasados y los propios, aquellos que creamos, e inmortalizarlos en el olvido: o el pasado te apresa, encadenándote, como esos hijos que jamás olvidan a sus padres, o saltás a un riesgoso porvenir. Papá después de separarse de mamá prefirió la soledad; si bien tiene los gajes de un loco, o más bien de un testarudo debido a la edad, no tiene con quién ensañarse, vive solo y cada anochecer antes de dormir, en el asedio de la soledad, enciende la radio y divaga de una emisora a otra y escucha efemérides de gente desconocida o que conoció, lamentándose de que es el único sobreviviente a la vejez. Tiene setenta y tres años.
La pobreza conduce a la locura y hay una gran portabilidad de empobrecerse por locura. Perder la cordura no es un diagnóstico que aparece en el DSM, perder la cordura es ir de exceso en exceso: los borrachines son pobres, los timberos son pobres, los drogadictos son pobres; pobres porque de ellos, justamente por pobres, se sabe que son borrachos, timberos o drogadictos, nadie está a salvo de los excesos, sucede que lo vulnerable se vuelve público. Por eso quizás papá -ex alcohólico, bien curado ya- cada vez que trae una botella de Viña de Balbo la esconde en una bolsa, o en una mochila. Él llama “cotorras” a los vecinos, porque dice que son lengua larga. Mamá, por su parte, cada vez que insulta a los vecinos, cierra las puertas y las ventanas, muy segura de la escena, y hace un repertorio de malas palabras, como “puta”, “arrastrada”, “conchuda” e “hija de puta”. Lo de mamá es psicosis, o esas cosas que ni los psiquiatras pueden refrenar. Hay una imagen (o quizás dos, o también podrían ser muchas) inicial de mi conciencia de pobre, de pobre enfermo, que sobrevive incluso a la del primer desamor: para Reyes Magos puse agua y pasto afuera -se sabe: son cosas fáciles y conseguibles, un balde para el agua y terreno baldío para el pasto- y esperé al día siguiente. Avispado, o ya desilusionado, yo no creía en los Reyes Magos, pero le seguí la “corriente” a papá como un hecho de imantación: él jugaba a que yo creía y yo jugaba a que él creyera que yo creía. Esa mañana, yo tendría seis o siete años, me levanté alegre y apurado fui al lugar donde los reyes depositaban la “recompensa”. Encontré un calzoncillo doblado, sin demasiada prolijidad. Papá no dijo nada, lloré o casi lloro de dolor, me recrudecí. El calzoncillo era mío. Es más, lo había usado un centenar de veces.
Dicen que los traumas se olvidan -así me dijeron, al menos- pero no necesariamente: el calzoncillo era rosa con rayas blancas y papá caminaba distraído al patio, todavía me acuerdo, mientras yo fingía beatitud por el obsequio de los reyes. Cada vez que recapitulo la escena, muy vívida, muy nítida, entiendo el génesis de mi pesadumbre: la carne se me estruja de pena al saber que papá no podía satisfacer mis fantasías de consumo. Como cualquier niño: un regalo de fecha que por el solo hecho de ser regalo es poner los pies en el cielo, y desde allí, creerse todopoderoso por un rato. Incluso más que Dios. La otra imagen, más reciente, es de desamor, como Romeo y Julieta: yo vivía en Rosario, me fui por una mujer, subsistía con una beca que apenas me alcanzaba para pagar la pensión y la comida. Recuerdo: una habitación desvencijada, húmeda, comiendo galletitas con mermelada -hoy ya no la digiero- y las tripas crujiéndome y la desesperada mueca de asco, como un perro comiendo de su propio vómito. Un año viví a puré de tomate, esporádicamente cebolla o morrón y muy rara vez carne, y fideos guiseros que hacían un menjunje al estilo de “lanzada”. Hay algo que atraviesa a los vínculos amorosos, indistinto a nuestros géneros, y ya no puede hablarse de “clase social” o “pobres y ricos”. Hay que hablar de condiciones de privilegios. ¿Influyen? Demasiado. A uno porque le encanta reconocerse como víctima de su falta de privilegios, sea de cualquier índole, y al otro porque no quiere reconocer sus privilegios. A la larga, si no hay un “pacto”, un acuerdo posible que a su vez se improvisa y se ejerce desde la reciprocidad, es probable que el amor se eclipse, o se ejerza un duelo de samurái. Pacto: asumir la desigualdad y tratar de obviarla. Sin embargo es imposible, ¿quién puede amar al que tiene lo que uno no tiene y quién puede amar al que no tiene lo que uno tiene?
Amor, locura y pobreza son una tríada que se conjuga con la desgracia. También podría ilustrarse la reputada frase de Sartre que José Pablo Feinmann puso en boca de todos: “entre dos conciencias que se aman, la que ama más (la más “débil”, explica Feinmann), es la más sometida”. La “debilidad” y el “sometimiento” es traducible a cualquier ámbito. Hace poco tiempo una mujer de repente me dijo “te amo”, fue repentino, como los modos de deseos actuales; existen formas de decir “te amo”, a seres queridos como los amigos o a familiares. La relación empezó en jaque: ella estaba sometida a cualquier ademán mío (si yo decía que el cielo era gris, asentía), aunque siempre vislumbraba en frases derrotistas el fin de la relación, aun antes de empezarla, tales como “yo sé lo que va a pasar”, “no quiero pasarla mal”. Así fue: susceptible a mí, enajenada de sí, de su propio deseo o de lo que la realidad posibilita, porque no era ella sino la “romantización” que tenía del vínculo, de alguien mucho menor, la relación duró meses, muy pocos. Su debilidad, por suerte, fue apagándose a medida que los días pasaban, del “te amo como sos”, “me gustás mucho” pasó a “podemos ser amigos” y a la confusión de lo que habíamos acordado; es imposible sostener un vínculo amoroso desde la debilidad o un trabajo, de estar a merced del otro: la persona que idealizamos, tarde o temprano, pasa a ser hiena de nuestros ideales, menoscabando nuestra integridad. Un mozo de Rosario, del tenebroso bar El Lago, en Parque Independencia -según él “un desencantado del amor”-, me decía “el amor dura un año, después pasa”, y yo le decía que estaba equivocado. “Ya vas a ver”, y así se cumplieron sus palabras como un sino proveniente de la envidia.
Uno desde la debilidad puede enloquecer, de melancolía, de angustia, o enloquecer a otro u otros. Como el verdulero del pueblo que, tras encontrar a la mujer con otro hombre in fraganti, su cabeza se disparó a los abismos del abandono, prácticamente perdió su yo, empezó a usar campera en pleno verano, a no higienizarse y a resignarse a laburar -aplica otra vez Wagner “la locura empobrece”- doce horas por quinientos pesos; la humanidad pende de un hilo a enloquecerse por amor o trabajo: si no hay una barrera, un pequeño límite en las emociones, es posible que lo que sea primavera, un aparente florecimiento de hojas verdecidas, se vuelva un invierno opaco, de fríos mentales, de ideas empantanadas, suicidas, de odio y consultas a psicoanalistas o psiquiatras, al callejón de convertirse un personaje de barrio, de pueblo o de ciudad. Hay que aprender a ponerse los chalecos químicos solos, a tiempo, de modo que la industria farmacológica y toda la caterva que rodea a los fármacos no sumen más pacientes. Si sabemos que aquello que te da vida también te mata, podremos perder un poco la cordura pero no enloquecer y arrastrarnos en hospitales o envilecernos en los vicios como modo de autoflagelación. Cada uno es un plagio de algo que vio o quiso ser. Y como la mayoría de los plagios: una mala obra de arte expuesta en un museo que nadie visita ni quiere visitar.
Por Bernabé De Vinsenci